Hace unos días fue el Día del Niño y la Niña en México. Y más allá de los regalos, las fiestas escolares y los globos de colores, quise tomar esta oportunidad para invitarte a celebrar y honrar al niño o a la niña que aún vive dentro de ti.
Recuerda esa pequeña personita curiosa, creativa y libre. El niño que se maravillaba con una piedra, un charco de agua, el sonido de la lluvia o con la forma de las nubes. El que preguntaba sin miedo y creaba mundos enteros con una caja vacía.
De niños descubrimos el mundo con la guía de quienes nos rodeaban. Nos enseñaban a caminar, a hablar, a leer, a escribir. Aprendíamos de ciencia, de números y de historias. Durante esos primeros años, los adultos despertaban en nosotros esa curiosidad por saber por qué el cielo es azul, dónde termina el mar y cuántas estrellas hay en el cielo.
Pero, en algún punto, el juego se interrumpe. Nos enseñan que para crecer hay que dejar esa curiosidad atrás. Que hay que ser serios, estructurados, lógicos, productivos. Que las cosas son como son y hay que adaptarse. Y en ese proceso de “madurar”, apagamos lo más valioso: nuestra capacidad de asombro, nuestra creatividad y nuestra forma tan honesta de ver el mundo.
¿Y si volver a mirar el mundo con ojos de niño fuera justamente lo que más necesitamos para crecer de verdad?
Cuando éramos niños, no teníamos ideas fijas de cómo “debía ser” algo. Veíamos posibilidades donde los adultos veían límites. Dibujábamos soles morados, vacas voladoras y monstruos de tres cabezas. Y lo hacíamos sin miedo al ridículo.
Eso también es amor propio: crear sin miedo al juicio. Probar, imaginar, equivocarse y volver a intentar. No para impresionar, sino por el puro gusto de explorar.
Pero ahora, como adultos, muchas veces nos detenemos antes de empezar. Nos preguntamos: “¿Y si no es suficiente? ¿Y si no soy bueno en esto? ¿Y si no lo estoy haciendo de la forma correcta?”
Y ahí aparece uno de los fantasmas más comunes: el síndrome del impostor.
El síndrome del impostor es, en realidad, un niño con miedo.
Ese impostor que te susurra que no eres suficiente es tu niño interior asustado. El que piensa que los demás ya son adultos seguros de sí mismos, y tú eres el único que está improvisando.
Pero aquí va una verdad liberadora: todos estamos improvisando.
En el fondo, todos seguimos siendo niños tratando de entender el mundo. Unos con más responsabilidades, otros con trajes de oficina, y otros con falsa seguridad, pretendiendo que lo saben todo. Pero todos, en realidad, tenemos dudas, miedos y ganas de ser aceptados.
Por eso hoy te invito a darte un recreo. Uno simbólico. Uno interno.
A volver a esa parte de ti que no necesita tener todas las respuestas. Que no necesita demostrar nada. Y que, sin embargo, guarda la chispa para crear algo único.
Ver el mundo como un niño es permitirte pensar diferente, resolver desde la curiosidad, y salir del molde que te dijeron que debías seguir.
A veces, solo mirar el cielo también es crecer.
En este Día del Niño, honra a ese niño. Valora su creatividad, su curiosidad, su deseo de explorar el mundo.
Quizás ese proyecto que no te atreves a lanzar, esa idea que te da miedo compartir, o esa sensación de no estar a la altura, no son más que tu niño o niña interior, buscando que alguien lo abrace y le diga:
«Tranquilo, tranquila… todos estamos aprendiendo. Y tú lo estás haciendo bien.»Porque el amor propio no es solo cuidarte. También es permitirte jugar con lo que puedes llegar a ser.




Deja un comentario